domingo, 1 de febrero de 2009

Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo B - 1 de Febrero de 2009

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 1, 21-28

Jesús entró en Cafarnaún, y cuando llegó el sábado, entró en la sinagoga y comenzó a enseñar. Todos se admiraban de lo que decía, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas.

Había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios».

Pero Jesús lo increpó, diciendo: «Cállate y sal de este hombre». El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre.

Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y éstos le obedecen!» Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea.

Palabra del Señor

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Reflexión

Este domingo transcribimos una reflexion del Siervo de Dios Juan Pablo II acerca de los milagros como signo del orden sobrenatural.

1. Hablando de los milagros realizados por Jesús durante su misión en la tierra, San Agustín, en un texto interesante, los interpreta como signos del poder y del amor salvífico y como estímulos para elevarse al reino de las cosas celestes.

"Los milagros que hizo Nuestro Señor Jesucristo —escribe— son obras divinas que enseñan a la mente humana a elevarse por encima de las cosas visibles, para comprender lo que Dios es" (Agustín, In Io. Ev. Tr., 24, 1 ).

2. A este pensamiento podemos referirnos al reafirmar la estrecha unión de los "milagros-signos" realizados por Jesús con la llamada a la fe. Efectivamente, tales milagros demostraban la existencia del orden sobrenatural, que es objeto de la fe. A quienes los observaban y, particularmente, a quienes en su persona los experimentaban, estos milagros les hacían constatar, casi con la mano, que el orden de la naturaleza no agota toda la realidad. El universo en el que vive el hombre no está encerrado solamente en el marco del orden de las cosas accesibles a los sentidos y al intelecto mismo condicionado por el conocimiento sensible. El milagro es "signo" de que este orden es superior por el "Poder de lo alto", y, por consiguiente, le está también sometido. Este "Poder de lo alto" (cf. Lc 24, 49), es decir, Dios mismo, está por encima del orden entero de la naturaleza. Este poder dirige el orden natural y, al mismo tiempo, da a conocer que —mediante este orden y por encima de él— el destino del hombre es el reino de Dios. Los milagros de Cristo son "signos" de este reino.

3. Sin embargo, los milagros no están en contraposición con las fuerzas y leyes de la naturaleza, sino que implican a solamente cierta "suspensión" experimentable de su función ordinaria, no su anulación. Es más, los milagros descritos en el Evangelio indican la existencia de un Poder que supera las fuerzas y las leyes de la naturaleza, pero que, al mismo tiempo, obra en la línea de las exigencias de la naturaleza misma, aunque por encima de su capacidad normal actual. ¿No es esto lo que sucede, por ejemplo, en toda curación milagrosa? La potencialidad de las fuerzas de la naturaleza es activada por la intervención divina, que la extiende más allá de la esfera de su posibilidad normal de acción. Esto no elimina ni frustra la causalidad que Dios ha comunicado a las cosas en la creación, ni viola las "leyes naturales" establecidas por Él mismo e inscritas en la estructura de lo creado, sino que exalta y, en cierto modo, ennoblece la capacidad del obrar o también del recibir los efectos de la operación del otro, como sucede precisamente en las curaciones descritas en el Evangelio.

4. La verdad sobre la creación es la verdad primera y fundamental de nuestra fe. Sin embargo, no es la única, ni la suprema. La fe nos enseña que la obra de la creación está encerrada en el ámbito de designio de Dios, que llega con su entendimiento mucho más allá de los límites de la creación misma. La creación —particularmente la criatura humana llamada a la existencia en el mundo visible— está abierta a un destino eterno, que ha sido revelado de manera plena en Jesucristo. También en Él la obra de la creación se encuentra completada por la obra de la salvación. Y la salvación significa una creación nueva (cf. 2 Cor 5, 17; Gál 6, 15), una "creación de nuevo", una creación a medida del designio originario del Creador, un restablecimiento de lo que Dios había hecho y que en la historia del hombre había sufrido el desconcierto y la "corrupción", como consecuencia del pecado.

Los milagros de Cristo entran en el proyecto de la "creación nueva" y están, pues, vinculados al orden de la salvación. Son "signos" salvíficos que llaman a la conversión y a la fe, y en esta línea, a la renovación del mundo sometido a la "corrupción" (cf. Rom 8, 19-21). No se detienen, por tanto, en el orden ontológico de la creación (creatio), al que también afectan y al que restauran, sino que entran en el orden soteriológico de la creación nueva (re-creatio totius universi), del cual son co-eficientes y del cual, como "signos", dan testimonio.


CM

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miércoles, 21 de enero de 2009

Tercer Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo B - 25 de Enero de 2009

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 1, 14-20

Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba el Evangelio de Dios, diciendo: «El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el Evangelio». Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que echaban las redes en el agua, porque eran pescadores. Jesús les dijo: «Seguidme y yo os haré pescadores de hombres». Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron. Y avanzando un poco, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en su barca, arreglando las redes. En seguida los llamó, y ellos, dejando en la barca a su padre Zebedeo con los jornaleros, lo siguieron.

Palabra del Señor.

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Reflexión

¿Cuantos de nosotros seríamos capaces de imitar a los primeros cuatro apóstoles? Si viniese un Profeta y dijese a al Gerente: deja los negocios; y al Profesor: baja de la tarima y arroja los libros; y al Obrero: devuelve tus herramientas que te daré otro trabajo; y al Rico: da todo lo que tienes pues conmigo adquirirás un tesoro incalculable, ¿cuántos lo seguiríamos con la misma espontaneidad de aquellos pescadores?
A todos los cristianos Dios nos ha dado una vocación, sin ningún merecimiento propio, pues todos nacemos a plena luz del Evangelio. Es por ello que nuestro primer llamado es a la santidad, esa es la vocación universal de todo cristiano. Santo Tomás nos enseña que "el auxilio de Dios mueve y excita la mente para que abandone el pecado". Por tanto, es evidente, que la santidad sólo se alcanza con el auxilio de Dios

Nuestro Señor nos llama a todos abandonar el estado de tibieza en que vivimos, sobre todo en nuestros tiempos. Quiere que demos buen ejemplo, que practiquemos el bien, y llevemos con paciencia nuestra cruz. ¿Cuál es el camino para alcanzar la santidad? El cardenal Gomá nos invita a admirar “la maravillosa transformación que produce el llamamiento de Cristo en los hombres. De simples pescadores hace Jesús, con una palabra, maestros de su doctrina, fundamentos de su Iglesia, pescadores de hombres. De esta transformación participamos todos: cada cual según la gracia de Dios. Unos son doctores, otros apóstoles, otros fieles, según la gracia multiforme de Dios. Pero la vocación al reino de Dios, cualquiera que sea el lugar a que se nos llame, nos hace siempre grandes”. Por tanto, lo que nos interesa es una obediencia pronta y total a Dios que nos llama, como la de los apóstoles en este pasaje del Evangelio.

La respuesta de los apóstoles es radical: lo dejan todo para seguir a Nuestro Señor. Así debemos hacerlo, a lo menos con el afecto: Bienaventurados los pobres de espíritu. Nadie puede ir rápidamente al cielo estando apegado a los bienes de la tierra. Además, ¿de que nos servirán los bienes materiales en la Patria Celestial? La radicalidad de los apóstoles es el testimonio que estamos llamados a dar.

¿Qué implicancias tiene dar testimonio? Juan Pablo II nos enseña que “Jesús asegura que las renuncias que exige la llamada a seguirlo obtienen su recompensa, un «tesoro en los cielos», o sea, una abundancia de bienes espirituales. Promete incluso la vida eterna en el futuro, y el ciento por uno en esta vida. Ese ciento por uno se refiere a una calidad de vida superior, a una felicidad más alta.”
La experiencia nos enseña que el seguimiento de Nuestro Señor, es una vida profundamente feliz. Sin embargo, el mismo Juan Pablo II escribe al respecto que “esa felicidad se mide en relación con la fidelidad al designio de Jesús, a pesar de que, según la alusión que hace Marcos en el mismo episodio a las persecuciones (cf. Mc 10, 10), el ciento por uno no elimina la necesidad de asociarse a la cruz de Cristo.”

¿Debemos tener alguna condición especial para recibir el llamado de Cristo, sea en el estado de vida que Nuestro Señor determine? No. Este es, como ya se dijo, un llamado universal. San Beda nos deja claro que el seguimiento de Nuestro Señor solo es posible con su gracia. Así el santo expresa que “pescadores e ignorantes, son enviados a predicar, para que se comprenda que la fe de los creyentes está en la virtud de Dios, y no en la elocuencia ni en la doctrina”.

CM

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sábado, 10 de enero de 2009

Solemnidad del Bautismo de Nuestro Señor - Ciclo B - 10 de Enero de 2009

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 1, 7-11

En aquel tiempo, Juan predicaba, diciendo: «Detrás de mí vendrá el que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera, soy digno de ponerme a sus pies para desatar la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con el Espíritu Santo». En aquellos días, Jesús llegó desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y al salir del agua, vio que los cielos se abrían y que el Espíritu Santo descendía sobre él como una paloma; y una voz desde el cielo dijo: «Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección».

Palabra del Señor.

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¿Qué significa el misterio que nos presenta el Evangelio de esta solemnidad? ¿Cómo es posible que la segunda persona de la Santísima Trinidad se adelante de entre la muchedumbre agolpada a orillas del Jordán, pidiendo el bautismo de la remisión de los pecados? ¡Con razón tiembla la mano del Bautista ante tal escena!

Dom Columba Marmion nos muestra como el Verbo encarnado cumple su doble misión: “la de Hijo de Dios y la de Cabeza de una raza pecadora, cuya naturaleza ha asumido y a la cual tiene que rescatar”. San Pablo nos enseña que Nuestro Señor al poseer la naturaleza divina, no creyó cometer injusticia alguna, declarándose igual a Dios en perfección. Sin embargo por nuestra salvación, descendió hasta los abismos de la flaqueza, de ahí que su Padre le ensalzara. En este sentido podemos decir que, si Cristo entra en los cielos, es para mostrarnos el camino.

Bautizado Jesús, salió a la orilla del río, cuando de pronto se rasgan los cielos y se ve bajar al Espíritu Santo en figura de paloma, que venía a posarse sobre Él, dejándose oír de arriba: «Éste es mi Hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias». Nuestro Señor se rebaja hasta confundirse con los pecadores e inmediatamente el cielo se abre para ensalzarle; pide un bautismo de penitencia y de reconciliación y al instante el Espíritu Santo reposa sobre Él con toda la plenitud de los dones de su gracia.

San Beda nos dice que “el hecho de ver bajar al Espíritu Santo sobre el bautismo, es señal de la gracia espiritual que en el bautismo se nos confiere”. San Jerónimo describe muy bien este misterio: “En sentido místico, huyendo nosotros de la inconstancia del mundo y atraídos por la fragancia y pureza de las virtudes, corremos con las almas santas detrás del esposo, y por la gracia del perdón somos purificados con el sacramento del bautismo en las fuentes del amor de Dios y del prójimo, y ascendiendo por la esperanza contemplamos los secretos celestiales con los ojos de un corazón puro”.

Ahora bien, el Verbo encarnado, no realizará esta redención sino hasta hacerse solidario de todos nuestros pecados. Si toma sobre sí, en un acto eterno, nuestras injusticias, tomará también el castigo que ellas se merecerían, sobre Él caerán, cual lluvia torrencial, los dolores y humillaciones. Cuando meditemos esta profunda palabra de Nuestro Señor, humillémonos con Él; reconozcamos nuestra condición de pecadores y, ante todo, renovemos el acto de renuncia al pecado que hiciéramos el día de nuestro bautismo. Renovemos con frecuencia nuestros actos de renuncia al pecado, pues, como ya sabemos, el carácter del bautizado se distingue por ser un sello indeleble en el fondo de nuestra alma, y cuando reiteramos las promesas bautismales, deriva de la gracia bautismal una nueva virtud para fortalecer nuestro poder de resistir a todo aquello que nos arrastra al pecado; sólo así podremos conservar en nosotros la vida de gracia. En este sentido podemos dar a Nuestro Señor una prueba de vivo agradecimiento por haberse encargado Él de librarnos de nuestras cargas.

Bajo las manos del Bautista se inclina la cabeza que temen y adoran las Potestades, dice San Bernardo; ¿qué extraño que tiemble el Bautista? ¡Cuán alta estará en el juicio la cabeza que ahora se reclina y la frente que ahora aparece tan humilde, cuán sublime y excelsa se presentará! Imitemos la humildad de Jesús, para que entonces no nos confunda su poder. No nos resistamos al Espíritu Santo que quiere apoderarse de nuestra vida; dejémonos abrasar por el fuego de la caridad, es la única manera de renovarnos interiormente: «Enviarás a tu Espíritu, y serán creadas todas las cosas, y renovarás la faz de la tierra» (Ps. 103, 30). Todos los demás factores humanos no son capaces de cambiarnos ante Dios. Toda la ciencia de la santidad estriba en desnudarnos del hombre y vestirnos de Dios: «Vestíos de nuestro Señor Jesucristo», dice el Apóstol (Rom. 13, 14).



CM

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jueves, 20 de noviembre de 2008

Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo – Ciclo A – 23 de Noviembre de 2008

"Venid, benditos de mi Padre" (Mt, XXV; 31-46)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo


En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
«Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda.
Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: "Venid, benditos de mi Padre, y recibid en herencia el Reino que os fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y vosotros me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; estaba de paso, y me alojasteis; desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y me vinisteis a ver".
Los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?"
Y el Rey les responderá: "Os aseguro que en la medida que lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, lo hicisteis conmigo".
Luego dirá a los de su izquierda: "Alejaos de mí, malditos; id al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y vosotros no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; estaba de paso, y no me alojasteis; desnudo, y no me vestisteis; enfermo y preso, y no me visitasteis".
Éstos, a su vez, le preguntarán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?"
Y él les responderá: "Os aseguro que en la medida que no lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicisteis conmigo".
Éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna».


Palabra del Señor

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Reflexión.


¿Quién de nosotros no querrá oír la voz de Nuestro Señor Jesucristo: "Venid, benditos de mi Padre”? ¡Qué Cristo nos llame a su lado! Ese es el fin de la vida de todo cristiano. Pero muchos vamos a escuchar de Cristo: "Alejaos de mí, malditos”, una dureza que proviene no del odio, sino de la Justicia, del corazón dañado por la soberbia, por la indiferencia, por la impiedad nuestra.

Con este Evangelio y con esta Solemnidad, termina el año Litúrgico. Las lecturas están tomadas de los finales de cada Evangelio –en este caso de Mateo-, claro, porque también en la vida de Cristo, Él sabia que se acercaba “su hora”, la hora en que iba a ser entregado a su muerte. En este preciso Evangelio, estamos a dos días de la Cena, de su Pasión y Muerte. Por eso le urge hablar de las postrimerías, del Cielo, del Infierno, del Juicio, del Purgatorio, de la muerte. Signos escatológicos todos que deben movernos a la conversión: así como a Él le urge entregarnos todos los tesoros de su sabiduría divina, del Testimonio que vino a darnos, testimonio de amor, a nosotros debería movernos con la misma urgencia nuestra conversión: acercarnos a una confesión sincera, compungida, arrepentirnos de todos los pecados, incluso de las imperfecciones menores, asistir a la Santa Misa con la mayor devoción que nos sea posible, asistir a la procesión de Cristo Rey, estamos también en el Mes de María, colgarnos de los mantos purísimos de nuestra Madre, etc. La urgencia de nuestra conversión, de nuestra santidad, para poder oír algún día “Venid, benditos de mi Padre”

No todo en este Evangelio es trágico. Jesús promete un triunfo para los que estén alineados con este Rey tan justo, para sus soldados. Nuestra militancia ha de ser hasta el final, como es acá al final del año litúrgico, nuestra militancia debe ser un reflejo anacrónico de esta militancia anual, una militancia terrenal, vital: toda nuestra vida debe ser servicio de su Divina Majestad, para poder triunfar con ella. Es Cristo mismo quien se erige Majestad.
El reinado de Cristo permaneció invisible durante toda su vida, y alcanzó a ser visible a sus 30 años, pero tan solo por aquellos que tenían fe, los apóstoles y discípulos. Luego, su Reino será aún más visible cuando nos enfrentemos al Juicio particular y al Juicio final. Mucho se ha aplacado hablar de estas cosas. Sabemos muy bien que no es casual, y que el enemigo del Hombre no ha descansado hasta hoy, tratando de hacernos olvidar el hecho más real de nuestra vida: la muerte. Y por supuesto que quienes no están concientes de estas artimañas del Demonio, terminan siendo esclavos de él, y no servidores del Rey Eterno.
Se habla muy poco del reinado de Cristo también, porque con el mismo fin, el Demonio y sus aliados pretenden quitarle a Dios lo que le pertenece: las almas. Por eso debemos hablar de las postrimerías, de las cosas futuras. Antes se oía con más fuerza, nos hablaban de los “novísimos” que eran estas cosas finales: muerte, Juicio, infierno y Gloria (Cielo). Y año tras año, sin darnos cuenta, van perdiendo espacio. Cristo va perdiendo espacio. El Reinado de Cristo va perdiendo soldados ante los ojos del cuerpo.
Sin embargo, este Evangelio nos recuerda que el triunfo ya está alcanzado por Cristo: el ya es Rey Eterno, ya está sentado a la derecha del Padre, y ahora y siempre, desde toda eternidad, ha querido que nosotros participemos de su Reinado. Él Reina, el ya venció, ahora falta que nosotros nos unamos a ese triunfo. Y el evangelista nos alienta, con esas dulces palabras de amor eterno con las que Cristo llamará algún día a los suyos: “Venid a mi, benditos de mi Padre”
Que el dulzor y la fuerza militar de esas palabras, esa doble dimensión que celebramos en la Solemnidad de Cristo Rey se haya vida en nosotros. Llevemos a cabo este triunfo de Cristo Rey a nuestra vida, seamos partícipes del ejército triunfante, el celestial, pero para eso tenemos que comenzar con urgencia, convertirnos a cada instante, celebrar con devoción la Solemnidad, proclamad con labios y con la vida que Cristo Venció, que Cristo Reina, que Cristo Impera en en Cielo, en nuestros corazones, en nuestra patria y en el mundo entero.


CM

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jueves, 23 de octubre de 2008

XXX - Trigésimo Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo A - 26 de Octibre de 2008

El Mandamiento más grande (Mt. XXII, 34-40)
Lectura del santo Evangelio según san Mateo

En aquel tiempo:
Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron en ese lugar, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?»Jesús le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, y con todo tu espíritu. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas».

Palabra del Señor.
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Reflexión.
“La envidia fomenta el atrevimiento”, dice San Jerónimo, respecto a este Evangelio. El Domingo anterior, el Señor nos enseñaba a repartir con justicia los bienes al César y a Dios, frente a una pregunta que pretendía “sorprenderlo”. Con una respuesta que los “hace callar” enseña la verdad sobre la vida cristiana en sociedades no-cristianas.
Ahora es el turno de estos fariseos, que, movidos por la envidia de la respuesta de Nuestro Señor, se “atreven” con atrevimiento, y ponen a un doctor de la Ley a la vanguardia para “ponerlo a Prueba”…intentan poner a prueba a Dios mismo…cuántas veces nosotros hacemos eso, poniéndolo a prueba.
Dice Orígenes que Jesús hizo callar a los saduceos por que “la luz e la verdad hace callar a la sombra de la mentira” y respecto a este Evangelio dice que “todo el que pregunta a un sabio, no para aprender, sino para examinarlo, es hermano de este fariseo” es, en el fondo, un hipócrita, puesto que este doctor lo llama “maestro”, pero no porque se siente su discípulo, sino porque quiere probarlo.
Pero aún así, cuando nos acercamos a Dios probándolo, su Misericordia y su Justicia son tan grandes que lejos de enjuiciarnos, nos corrige. Es así como aparece en la concordancia de este Evangelio de Mateo con el de Marcos, donde al final el evangelista agrega unas palabras que dirigió Nuestro Señor a este fariseo, doctor, hipócrita que lo quiso tentar o probar, le dice: “No estás lejos del Reino de los Cielos”, pues, como dice San Agustín; “aún cuando se acercara tentándole, haya sido corregido por la respuesta del Señor”

Su respuesta no es escandalosa, pues no hace más que recordarles el pasaje de Deuteronomio VI, pasaje que jamás un doctor de la Ley hubiese negado como central de la fe judía, puesto que es la oración del Shemá, oración que recitaba todo judío, al menos dos veces al día: «Oye, Israel: Yahvé, nuestro Dios, es el solo Yahvé. Amarás a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza».
Este es el mandamiento primero, el más perfecto, absoluto y excepcional.
Pero Jesucristo, que hace nuevas todas las cosas y tiene palabras de vida eterna, es Camino, Verdad y Vida, nos inquieta cuando agrega que ese amor a Dios debe ser un servicio real a Dios, dirigido al prójimo, pues en ese prójimo se encuentra “encarnado” el mismo Dios, y que N.S. cita textual del Levítico, puesto que estaba frente a un Docor de la Ley: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19, 18).

Pero ese amor al prójimo, para los judíos, ese “prójimo” sólo podía ser otro judío, según enseña Manuel de Tuya: “Los samaritanos, los publicanos y las gentes de mala vida no eran para ellos prójimo; y los samaritanos y los publicanos eran positivamente odiados (Ecli 50,27,28)”.
Pero por otra parte, para los cristianos, verdaderos discípulos de aquel Maestro, “es evidente que todo hombre debe considerarse prójimo”, como dice San Agustín comentando este pasaje, y agrega: “el que ama a los hombres, debe amarlos ya por que son justos, ya porque no lo sean”
El comentario de San Juan Crisóstomo es sumamente claro. Dice que amar al prójimo es semejante a amar a Dios, por eso dice N.S. que el segundo es semejante al primero, teniendo en cuenta que el Hombre –el prójimo- es imagen y semejanza de Dios.
Jesucristo, con estas palabras, ha dado a la Humanidad otra de esas lecciones supremamente trascendentales. Es la lección de la caridad cristiana volcándose en la fraternidad de todos los hombres.
La dificultad nuestra es alcanzar este amor al prójimo, como lo mostró el mismo Cristo, “amándonos hasta el extremo”, se entregó a la muerte, y a una muerte de cruz. Ese es nuestro fin, nuestro sentido y nuestra razón de ser cristianos, poder entregarnos por el prójimo hasta dar nuestra vida por aquellos que amamos. Qué difícil, ¡qué dificultad! Amar con ese amor que nos propone Nuestro Señor, que es el núcleo del mensaje que envió Dios, que traje Cristo y que nos hizo cristianos, el amor. Tanto hablamos de amor, de fraternidad, etc., pero habremos de ver en nuestro interior si somos, o seremos capaces de dar nuestra vida por los que amamos (no sólo por nuestras familias y amigos) sino que “los que amamos”, si somos cristianos, son todos los hombres, de toda condición, raza, pueblo, lengua y nación. No se requiere dar la vida como muerte física, o con la sangre, como lo han hecho los mártires, también es “dar la vida” servir. También es dar la vida tener una vida recta, virtuosa, caritativa. También damos la vida cuando ofrecemos nuestro trabajo diario a Dios por los demás, por las almas del Purgatorio, por los vivos y difuntos, por los pecadores.
CM
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sábado, 18 de octubre de 2008

XXIX Vigésimo Noveno Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo A - 19 de Octubre de 2008, San Pablo de la Cruz

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 22, 15-21

En aquel tiempo:
Los fariseos se reunieron para sorprender a Jesús en alguna de sus afirmaciones. Y le enviaron a varios discípulos con unos herodianos, para decirle: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas con toda fidelidad el camino de Dios, sin tener en cuenta la condición de las personas, porque tú no te fijas en la categoría de nadie. Dinos qué te parece: ¿Está permitido pagar el impuesto al César o no?»
Pero Jesús, conociendo su malicia, les dijo: «Hipócritas, ¿por qué me tendéis una trampa? Mostradme la moneda con que pagáis el impuesto».
Ellos le presentaron un denario. Y él les preguntó: «¿De quién es esta figura y esta inscripción?»
Le respondieron: «Del César».
Jesús les dijo: «Dad al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios».

Palabra del Señor.


Este Evangelio resume toda la política católica. Todo el actuar de un católico en el ámbito social, ese ámbito que es todo lo que no es la intimidad personal con Dios. Asi es, todo lo que no es diálogo directo, íntimo, piadoso con Dios, o los Santos, en fin, toda actividad propiamente “religiosa” (de re-ligar el alma a su Creador y Señor) es tan sólo una parte de la vida cristiana, pues todo lo demás se encuentra en el ámbito de “lo social” o “lo político”. En el fondo, la vida habitual, normal, corriente y ordinaria de todo creyente.
Acá se encuentra la realeza de Cristo sobre todas las cosas: no las confunde, sino que las distingue: distinguir para unir decían los filósofos medievales. Lo del César es “lo social”, y “lo de Dios”, es la vida religiosa nuestra.
Es uno de los evangelios más conocidos y al mismo tiempo más mal entendidos, por no considerar ciertas sutilezas que exige su exégesis.
Veamos algunos errores frecuentes.

Dice el Padre Castellani: “Los democristianos, por ejemplo, creen que hay que darse por entero al César; es decir, a la política. Se meten a salvar a las naciones, por medio de la política, antes de salvarse a sí mismos.”

Al César hay que darle lo que le corresponde: la moneda, no el alma. Muchos le entregan al “César” su alma, cuando se meten en política, mezclando política y fe, pero entregándole a la política su fe civil, como los judíos, que se daban en cuerpo y alma a la política, por eso convivían muy bien con los romanos y no encontraban en ellos persecuciones como la encontró Cristo y los mártires.
La política no es algo religioso, y menos cuando es pagana, pero distinto es hacer divino lo pagano, como fue el ideal medieval de la Cristiandad. En no pocos casos se hace pagano lo divino, cuando se tiene esta confusión.

El cristiano debe obedecer toda autoridad, pues como dice San Pablo “toda autoridad viene de Dios”. Debemos obedecer, incluso aquella autoridad no cristiana. Pero esta obediencia tiene un límite: la tiranía. El mismo San Juan Crisóstomo lo dice: “Tú, empero, cuando oigas: da al César lo que es del César, sabe que únicamente dice el Salvador aquello que no se opone a la piedad; porque si hubiese algo de esto, no constituirá un tributo del César, sino del diablo. Y después, para que no digan: Nos sometes a los hombres, añade: Y a Dios lo que es de Dios”
Y esta última frase que añade Nuestro Señor, significa lo que dice muy bien San Hilario: “Debemos pagar también a Dios lo que es de él, esto es, el cuerpo, el alma y la voluntad. La moneda del César está hecha en el oro, en donde se encuentra grabado, su imagen: la moneda de Dios es el hombre, en quien se encuentra figurada la imagen de Dios: por lo tanto dad vuestras riquezas al César, y guardad la conciencia de vuestra inocencia para Dios.”

La pregunta capciosa presentada a propósito de la incompatibilidad de pagar el tributo al César y reconocer el supremo dominio de Dios sobre Israel, quedó desvanecida. Fue una de estas enseñanzas definitivas de Jesucristo con una gran repercusión social-estatal.
CM
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viernes, 10 de octubre de 2008

XXVIII Vigésimo Octavo Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo A - 12 de Octubre de 2008, Nuestra Señora del Pilar

Evangelio de N.S.J. según San Mateo:
Jesús les habló otra vez en parábolas, diciendo: "El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba las bodas de su hijo. Envió entonces a sus servidores para avisar a los invitados, pero estos se negaron a ir. De nuevo envió a otros servidores con el encargo de decir a los invitados: 'Mi banquete está preparado; ya han sido matados mis terneros y mis mejores animales, y todo está a punto: Vengan a las bodas'. Pero ellos no tuvieron en cuenta la invitación, y se fueron, uno a su campo, otro a su negocio; y los demás se apoderaron de los servidores, los maltrataron y los mataron. Al enterarse, el rey se indignó y envió a sus tropas para que acabaran con aquellos homicidas e incendiaran su ciudad. Luego dijo a sus servidores: 'El banquete nupcial está preparado, pero los invitados no eran dignos de él. Salgan a los cruces de los caminos e inviten a todos los que encuentren'. Los servidores salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, buenos y malos, y la sala nupcial se llenó de convidados. Cuando el rey entró para ver a los comensales, encontró a un hombre que no tenía el traje de fiesta. 'Amigo, le dijo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?'. El otro permaneció en silencio. Entonces el rey dijo a los guardias: 'Atenlo de pies y manos, y arrójenlo afuera, a las tinieblas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes'. Porque muchos son llamados, pero pocos son elegidos".
...Palabra del Señor...Gloria a Ti, Señor Jesús.
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Esta Parábola no aparece en los otros Evangelios, es una fórmula exclusiva de Mateo en su forma, que sólo aparece una similar en enseñanza y contenido en Lc (14,16-24), pero que difiere en su forma. La exégesis del Padre Cstellani señala que, como Mateo escribe para una audiencia Judía, y Lucas para un auditorio pagano, Mateo remarca la inclusión de los paganos (los no-judíos) por parte de Dios: ellos también están llamados al banquete.
Es una Parábola llena de símbolos: El Rey es Dios, El Hijo y su Esposa representan a Jesucristo y a su Iglesia. Los Siervos a los fieles a Dios que llevan su "invitación", su Palabra, y que, a pesar de hasta ser matados, invitan, llevan su mensaje hasta dar la vida por su Rey. El Banquete es el Reino Celestial, y el "arrojarlo" es el infierno, donde hay "llanto y rechinar de dientes". Es una Parábola sobre la Salvación Universal y Particular.

San Jerónimo dice que los siervos son Moisés y los Profetas, porque invitaban sin ser escuchados.
San Hilario dice que los siervos son los Apóstoles. Juan Crisóstomo que los primeros invitados son todos los hombres, desde Abraham en adelante.

El simbolismo de los "toros" o “mis terneros y mis mejores animales” como aparece en traducciones más generales, quiere decir aquellos que agradan al Señor.
En la Vulgata aparece “tauri mei” [mis toros], en la Nácar Colunga se traduce como “mis becerros”) Pero en todos los casos se refiere a sus mejores animales, y por eso San Gregorio dice que representan a los Padres, profetas, Jueces, Justos del Antiguo Testamento, etc. Porque “herían con el cuerno de su virtud corporal a sus enemigos”, pro eso los llama “toros”.

Estaba todo cumplido ya, por eso ahora viene el banquete. A la llegada de Jesús le sigue el Banquete Celestial y eso es lo que quiere destacar el Evangelista, aquél elemento fundamental que es el estado final de los infieles a la Ley de Dios, la Ley del Amor, de aquellos que viven desechando a Dios.

Uno de los elementos únicos es que San Mateo hace incapié que será una Parábola: “Jesús les habló otra vez en Parábolas diciendo…”, pero a continuación dice “El Reino de los Cielos se parece a…”, es decir, eso ya no es Parábola, sino una “alegoría” como dice Manuel de Tuya “es una alegoría con elementos parabólicos”

Las Parábolas normalmente son historias reales, cuentos, inventados o basados en hechos que contecieron a Nuestro Señor. Pero nunca son fantásticas, irreales, pues su finalidad es que la audiencia comprenda de inmediato. Pero acá parece traernos el evangelista una alegoría más que una Parábola. La Alegoría es una metáfora, es decir, una narración ficticia, que también busca enseñar, pero para audiencias más "poéticas", que en este caso son lso Judíos, que ya conocían la Ley y la Historia de la Salvación. Pero San Mateo narra una Parábola bastante irreal.
No es habitual mandar a hacer un banquete, tenerlo listo, todo preparado, incluso los animales ya preparados y después hacer llamar a los invitados. Tampoco es habitual que los invitados de un Rey, rechacezn su invitación, allí donde se trata de ser invitados por honor a una celebración real, comúnmente el ser humano no quiere faltar, ni tampoco quiere ausentarse allí donde va a haber comida a destajo. San Mateo quiere resaltar un elemento: el insólito banquete. Lo que sucede es que quiere decir que este banquete no es un banquete humano, sino divino, por lo tanto no se mira con ojos humanos, supera con creces cualquier racionalidad humana, porque aquella otra está movida pro el amor infinito de Dios y pro la sabiduria y Justicia infinita de Dios.
También es sumamente irreal que los invitados golpeen y maten a los siervos que sencillamente van a invitar a una celebración real. Luego, el banquete comienza sin el Rey presente, otro elemento inusual más: “Cuando el Rey entró para ver a los comensales…”, nunca se ha visto que un banquete comience sin que el Rey esté presente.
La razón de esto es que Nuestro Señor quiere destacar más que en las Parábolas anteriores, un elemento doctrinal fuerte, o más bien 4 elementos doctrinales por medio de 4 alegorías (más que Parábolas), que, en palabras de Manuel de Tuya son:

1) La Alegoría de los invitados descorteses e invitación de nuevos comensales (v.1-5.8-10). Dios invita al Pueblo de Israel, pero muchos le fueron infieles, por lo que decidió invitar a "muchos" (pro multis), y el universo sobrepasa al Pueblo de Israel: prostitutas, ladrones, paganos, romanos, ¡samaritanos! (cosa que vuelve loco a los judíos)

2) La Alegoría del castigo infligido por el rey a los que mataron a sus siervos (v.6-7). Sobre el castigo no hablaremos, pero sería un tremendo tema, pues muy poco se habla de la Justicia de Dios, y el mundo de Hoy parece haberla olvidado, sin embargo en este pasaje evangélico se tiene muy presente.

3) La Alegoría del «vestido nupcial» (v.11-13). Sobre esta alegoría vamos a tratar de extraer una mayor "lectio" más abajo, dado que es la que urge por su vigencia y actualidad.

4) Y la Sentencia doctrinal final (v.14). "Muchos los llamados y pocos los escogidos"

Para el siervo de Dios, Juan Pablo II el Grande, esta Parábola posee una vigencia extraordinaria, pues representa un llamado de atención a todos los llamados hoy “católicos a mi manera”. El elemento que llama la atención al santo varón de Dios, es que finalmente el Rey logra tener convidados a su banquete, pero de todas formas no era un Rey desesperado que queria que cualquiera entrara, sino que su exigencia se mantenía incólume. Y los católicos a mi manera, quieren entrar al banquete, pero “con sus propios vestidos”, es todo aquél que quiere acomodar la doctrina de Dios. Dice Juan Pablo II: “Eso explicaría aún mejor el significado de ese detalle de la parábola de Jesús: la responsabilidad no sólo de quien rechaza la invitación, sino también de los que pretenden participar sin respetar las condiciones exigidas para ser dignos. Lo mismo se ha de decir de quien se considerase o se declarase seguidor de Cristo y miembro de la Iglesia, sin llevar el «vestido nupcial» de la gracia, que engendra la fe viva, la esperanza y la caridad”, frase que complementada con la exégesis de este Evangelio que hace el Padre Castellani nos da un marco de referencia a lo que nos puede ocurrir por no velar por la excelencia de la doctrina, de la caridad, de la docilidad a la Gracia: “El pecado a los ojos de Dios es diferente que a los ojos de los hombres; para los hombres el pecado no parece cosa muy importante, e incluso a veces los pecados son "los negocios", como en el caso de los prestamistas, cuyo negocio es la usura; los politiqueros, cuyo negocio es la mentira; y los periodistas adulones, cuyo negocio es la prostitución dela palabra humana; pero es una ofensa directa para Dios, creador y vengador del orden, comendador y legislador de lo Justo, Limpieza Infinita.”

¿Qué será de nosotros? ¿Estamos al resguardo de todo rechazo? ¿Estamos de veras seguros de no alejarnos más del Reino, de no ser echados de la fiesta hacia las tinieblas de afuera?, por no estar “revestidos con las armas de la fe”
"Amigo, ¿cómo has entrado aquí?"... Fuera de la parábola, esta pregunta es dirigida a cada uno de nosotros, que nos encontramos ahora en la gran sala nupcial que es la Iglesia, para el banquete que es la Eucaristía. Nos obliga a volver a entrar en nosotros mismos y a preguntarnos si también nosotros no estamos aquí sin la vestimenta apropiada, si no estamos por azar, por hábito, sin tomar parte y tener interés por lo que se desarrolla; si no estamos también nosotros con el corazón ausente y la mente perdida en el propio terreno y los propios asuntos. No nos vaya a decir el Señor: “¿, cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?
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CM