sábado, 7 de febrero de 2009

Quinto Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo B - 8 de Febrero de 2009

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 1, 29-39

En aquel tiempo:

Jesús salió de la sinagoga y fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron de inmediato. Él se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos.

Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados, y la ciudad entera se reunió delante de la puerta. Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían diversos males, y expulsó muchos demonios; pero a éstos no los dejaba hablar, porque sabían quién era él.

Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando.

Simón salió a buscarlo con sus compañeros, y cuando lo encontraron, le dijeron: «Todos te andan buscando».

Él les respondió: «Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido».

Y fue predicando en las sinagogas de toda la Galia y expulsando demonios.

Palabra del Señor.

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Reflexión:

Este domingo compartimos con ustedes la reflexión de San Jerónimo.

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La suegra de Simón estaba acostada con fiebre", ¡Ojalá venga y entre el Señor en nuestra casa y con un mandato suyo cure las fiebres de nuestros pecados! Porque todos nosotros tenemos fiebre. Tengo fiebre, por ejemplo cuando me dejo llevar por la ira. Existen tantas fiebres cómo vicios. Por ello, pidamos a los apóstoles que intercedan ante Jesús, para que venga a nosotros y nos tome de la mano, pues si él toma nuestra mano, la fiebre huye al instante. El es un médico egregio, el verdadero protomédico. Médico fue Moisés, médico Isaías, médicos todos los santos, mas éste es el protomédico. Sabe tocar sabiamente las venas y escrutar los secretos de las enfermedades. No toca el oído, no toca la frente, no toca ninguna otra parte del cuerpo, sino la mano. Tenía la fiebre, porque no poseía obras buenas. En primer lugar, por tanto, hay que sanar las obras, y luego quitar la fiebre. No puede huir la fiebre, si no son sanadas las obras. Cuando nuestra mano posee obras malas, yacemos en el lecho, sin podernos levantar, sin poder andar, pues estamos sumidos totalmente en la enfermedad.

Y acercándose a aquella, que estaba enferma... Ella misma no pudo levantarse, pues yacía en el lecho, y no pudo, por tanto, salirle al encuentro al que venía. Mas, este médico misericordioso acude él mismo junto al lecho; el que había llevado sobre sus hombros a la ovejita enferma, él mismo va junto al lecho. «Y acercándose... » Encima se acerca, y lo hace además para curarla. «Y acercándose... » Fíjate en lo que dice. Es como decir: hubieras debido salirme al encuentro, llegarte a la puerta, y recibirme, para que tu salud no fuera sólo obra de mi misericordia, sino también de tu voluntad. Pero, ya que te encuentras oprimida por la magnitud de las fiebres y no puedes levantarte, yo mismo vengo.

Y acercándose, la levantó. Ya que ella misma no podía levantarse, es tomada por el Señor. Y la levantó, tomándola de la mano. La tomó precisamente de la mano.

También Pedro, cuando peligraba en el mar y se hundía, fue cogido de la mano y levantado. «Y la levantó tomándola de la mano». Con su mano tomó el Señor la mano de ella. ¡Oh feliz amistad, oh hermosa caricia! La levantó tomándola de la mano: con su mano sanó la mano de ella.

Cogió su mano como un médico, le tomó el pulso, comprobó la magnitud de las fiebres, él mismo, que es médico y medicina al mismo tiempo. La toca Jesús y huye la fiebre. Que toque también nuestra mano, para que sean purificadas nuestras obras, que entre en nuestra casa: levantémonos por fin del lecho, no permanezcamos tumbados. Está Jesús de pie ante nuestro lecho, ¿y nosotros yacemos? Levantémonos y estemos de pie: es para nosotros una vergüenza que estemos acostados ante Jesús. Alguien podrá decir: ¿dónde está Jesús? Jesús está ahora aquí. «En medio de vosotros —dice el Evangelio— está uno a quien no conocéis». «El reino de Dios está entre vosotros. Creamos y veamos que Jesús está presente. Si no podemos tocar su mano, postrémonos a sus pies. Si no podemos llegar a su cabeza, al menos lavemos sus pies con nuestras lágrimas. Nuestra penitencia es ungüento del Salvador. Mira cuán grande es su misericordia. Nuestros pecados huelen, son podredumbre y, sin embargo, si hacemos penitencia por los pecados, si los lloramos, nuestros pútridos pecados se convierten en ungüento del Señor. Pidamos, por tanto al Señor que nos tome de la mano.

Y al instante —dice— la fiebre la dejó. Apenas la toma de la mano, huye la fiebre. Fijaos en lo que sigue. «Al instante la fiebre la dejó». Ten esperanza, pecador, con tal de que te levantes del lecho. Esto mismo ocurrió con el santo David, que había pecado, yaciendo en la cama con la mujer de Urías el hitita y sintiendo la fiebre Betsabé, del adulterio, después que el Señor le sanó, después que había dicho: «Ten piedad de mí, oh Dios por tu gran misericordia», así como: «Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí. «Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios mío... » Pues él había derramado la sangre de Urías, al haber ordenado derramarla. «Líbrame, dice, de la sangre, oh Dios, Dios mío, y un espíritu firme renueva dentro de mí». Fíjate en lo que dice: «renueva». Porque en el tiempo en que cometí el adulterio y perpetré el adulterio y perpetré el homicidio, el Espíritu Santo envejeció en mí. ¿Y qué más dice? «Lávame y quedaré más blanco que la nieve». Porque me has lavado con mis lágrimas. Mis lágrimas y mi penitencia han sido para mí como el bautismo. Fijaos, por tanto, de penitente en qué se convierte. Hizo penitencia y lloró, por ello fue purificado. ¿Qué sigue inmediatamente después? «Enseñaré a los inicuos tus caminos y los pecadores volverán a ti». De penitente se convirtió en maestro.

¿Por qué dije todo esto? Porque aquí está escrito: Y al instante la fiebre la dejó y se puso a servirles. No basta con que la fiebre la dejase, sino que se levanta para el servicio de Cristo. «Y se puso a servirles». Les servía con los pies, con las manos, corría de un sitio a otro, veneraba al que le había curado. Sirvamos también nosotros a Jesús. Él acoge con gusto nuestro servicio, aunque tengamos las manos manchadas: él se digna mirar lo que sanó, porque él mismo lo sanó. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

(San Jerónimo, Comentario al Evangelio de San Marcos, Ed. Ciudad Nueva, Madrid, 1988, Pág. 44-47)

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CM

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domingo, 1 de febrero de 2009

Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo B - 1 de Febrero de 2009

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 1, 21-28

Jesús entró en Cafarnaún, y cuando llegó el sábado, entró en la sinagoga y comenzó a enseñar. Todos se admiraban de lo que decía, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas.

Había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios».

Pero Jesús lo increpó, diciendo: «Cállate y sal de este hombre». El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre.

Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y éstos le obedecen!» Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea.

Palabra del Señor

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Reflexión

Este domingo transcribimos una reflexion del Siervo de Dios Juan Pablo II acerca de los milagros como signo del orden sobrenatural.

1. Hablando de los milagros realizados por Jesús durante su misión en la tierra, San Agustín, en un texto interesante, los interpreta como signos del poder y del amor salvífico y como estímulos para elevarse al reino de las cosas celestes.

"Los milagros que hizo Nuestro Señor Jesucristo —escribe— son obras divinas que enseñan a la mente humana a elevarse por encima de las cosas visibles, para comprender lo que Dios es" (Agustín, In Io. Ev. Tr., 24, 1 ).

2. A este pensamiento podemos referirnos al reafirmar la estrecha unión de los "milagros-signos" realizados por Jesús con la llamada a la fe. Efectivamente, tales milagros demostraban la existencia del orden sobrenatural, que es objeto de la fe. A quienes los observaban y, particularmente, a quienes en su persona los experimentaban, estos milagros les hacían constatar, casi con la mano, que el orden de la naturaleza no agota toda la realidad. El universo en el que vive el hombre no está encerrado solamente en el marco del orden de las cosas accesibles a los sentidos y al intelecto mismo condicionado por el conocimiento sensible. El milagro es "signo" de que este orden es superior por el "Poder de lo alto", y, por consiguiente, le está también sometido. Este "Poder de lo alto" (cf. Lc 24, 49), es decir, Dios mismo, está por encima del orden entero de la naturaleza. Este poder dirige el orden natural y, al mismo tiempo, da a conocer que —mediante este orden y por encima de él— el destino del hombre es el reino de Dios. Los milagros de Cristo son "signos" de este reino.

3. Sin embargo, los milagros no están en contraposición con las fuerzas y leyes de la naturaleza, sino que implican a solamente cierta "suspensión" experimentable de su función ordinaria, no su anulación. Es más, los milagros descritos en el Evangelio indican la existencia de un Poder que supera las fuerzas y las leyes de la naturaleza, pero que, al mismo tiempo, obra en la línea de las exigencias de la naturaleza misma, aunque por encima de su capacidad normal actual. ¿No es esto lo que sucede, por ejemplo, en toda curación milagrosa? La potencialidad de las fuerzas de la naturaleza es activada por la intervención divina, que la extiende más allá de la esfera de su posibilidad normal de acción. Esto no elimina ni frustra la causalidad que Dios ha comunicado a las cosas en la creación, ni viola las "leyes naturales" establecidas por Él mismo e inscritas en la estructura de lo creado, sino que exalta y, en cierto modo, ennoblece la capacidad del obrar o también del recibir los efectos de la operación del otro, como sucede precisamente en las curaciones descritas en el Evangelio.

4. La verdad sobre la creación es la verdad primera y fundamental de nuestra fe. Sin embargo, no es la única, ni la suprema. La fe nos enseña que la obra de la creación está encerrada en el ámbito de designio de Dios, que llega con su entendimiento mucho más allá de los límites de la creación misma. La creación —particularmente la criatura humana llamada a la existencia en el mundo visible— está abierta a un destino eterno, que ha sido revelado de manera plena en Jesucristo. También en Él la obra de la creación se encuentra completada por la obra de la salvación. Y la salvación significa una creación nueva (cf. 2 Cor 5, 17; Gál 6, 15), una "creación de nuevo", una creación a medida del designio originario del Creador, un restablecimiento de lo que Dios había hecho y que en la historia del hombre había sufrido el desconcierto y la "corrupción", como consecuencia del pecado.

Los milagros de Cristo entran en el proyecto de la "creación nueva" y están, pues, vinculados al orden de la salvación. Son "signos" salvíficos que llaman a la conversión y a la fe, y en esta línea, a la renovación del mundo sometido a la "corrupción" (cf. Rom 8, 19-21). No se detienen, por tanto, en el orden ontológico de la creación (creatio), al que también afectan y al que restauran, sino que entran en el orden soteriológico de la creación nueva (re-creatio totius universi), del cual son co-eficientes y del cual, como "signos", dan testimonio.


CM

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