sábado, 28 de marzo de 2009

Quinto Domingo de Cuaresma - Ciclo B - 29 de Marzo de 2009

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 12, 20-33

En aquel tiempo, había algunos griegos de los que subían a adorar en la fiesta. Estos se dirigieron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron: 'Señor, queremos ver a Jesús' Felipe fue a decírselo a Andrés; Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les respondió: 'Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará. Ahora mi alma está turbada. Y ¿que voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre.' Vino entonces una voz del cielo: 'Le he glorificado y de nuevo le glorificaré.' La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno. Otros decían: 'Le ha hablado un ángel' Jesús respondió: 'No ha venido esta voz por mí, sino por vosotros. Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí'. Decía esto para significar de qué muerte iba a morir.

Palabra del Señor

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Reflexiones de San Agustín:

"Cristo, al acercarse su pasión, quiso padecer tristeza para alegrarnos y enseñarnos a seguir la voluntad de Dios"

¿Podemos acaso entender bien el pavor en Cristo al aproximarse la pasión, siendo así que por ella había venido al mundo? Cuando llegó lo mismo a que había venido, ¿temía por ventura el morir? Si fuera hombre absolutamente de tal manera que no fuera Dios, ¿se alegraría más bien por la resurrección futura que temería por la muerte próxima? Sin embargo, por cuanto se dignó tomar la forma de siervo y en ella vestirnos de sí, por cuanto no se desdeñó de tomarnos en sí, tampoco se desdeñó de transfigurarnos en sí, ni de hablar con nuestras palabras para que también nosotros hablásemos con las suyas. Hízose por cierto esta admirable permuta, ejecutáronse los divinos comercios y la mudanza de las cosas se celebró en este mundo por el celestial negociador. Vino a recibir afrentas y a dar honores, vino a agotar el dolor y a dar la salud, vino a sufrir la muerte y a dar la vida. Estando, pues, para morir en lo que tenía nuestro, no tenía temor en sí, si no en nosotros; por eso dijo que su alma estaba triste hasta la muerte, y verdaderamente todos nosotros estábamos con él. Porque nosotros sin él somos nada, mas en él somos el mismo Cristo y nosotros. Y la razón es, porque todo Cristo es la cabeza y el cuerpo.

El mismo Unigénito, llevando tu flaqueza y representando en sí tu persona, al acercarse a la pasión se contristó en cuanto al hombre que llevaba, para alegrarte; se contristó para consolarte. El Señor que se ofrecía a la pasión pudo por cierto estar sin tristezas, porque si pudo el soldado ¿cómo no poder el emperador? ¿Y de qué modo pudo el soldado? Atiende al Apóstol San Pablo próximo a su pasión: "Yo —dice— ya estoy a punto de ser sacrificado y cerca está el tiempo de mi muerte. Yo he peleado buena batalla, he acabado mi carrera, he guardado la fe. Por lo demás me está reservada la corona de la justicia que el Señor, justo Juez, me dará en aquel día". Ved cómo se alegra al ver próxima su pasión. De consiguiente, se alegra el que ha de ser coronado y se entristece el que ha de coronar. ¿Qué llevaba, pues, sobre sí? Llevaba la flaqueza de aquellos que se contristan a vista de la tribulación o de la muerte. Pero ved de qué manera los conduce a la dirección del corazón. He aquí que tú querías vivir y no querías que te acaeciese nada en contrario; pero Dios ha querido otra cosa; dos son estas voluntades; mas encarécese la voluntad tuya hacia la voluntad de Dios y no pretendas que la voluntad de Dios se tuerza hacia la tuya. Tu voluntad es disforme y la de Dios es la regla; atiende, pues, con fijeza a la regla para que por ella sea enderezado lo que está torcido. Ved cómo así lo enseña nuestro Señor Jesucristo: ''Triste está mi alma hasta la muerte". Y añade: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz". He aquí cómo manifiesta la voluntad humana. Pero ve el corazón recto cuando dice: “Mas no como yo quiero, sino como tú". Haz tú, pues, lo mismo, gozándote en las cosas que te suceden, y si viniere el día último, alégrate; o si te sorprende la fragilidad de alguna voluntad humana, dirígela prontamente a Dios.

Sufre con corazón recto todo lo que padeces: Dios conoce lo que conviene darte y lo que conviene quitarte. Lo que te da, valga para el consuelo y no para la corrupción; y lo que te quita, valga para la tolerancia y no para la blasfemia. Mas si blasfemas y Dios te desagrada agradándote tú a ti mismo, eres de corazón perverso y disforme, y lo peor es que quieres corregir el corazón de Dios según el tuyo para que él haga lo que tú quieres, siendo así que eres tú el que debes hacer lo que él quiere. ¿Y qué? ¿Pretendes torcer el corazón de Dios, siempre recto, acomodándole a la deformidad del tuyo? ¿Cuánto mejor te es el corregir tu corazón conforme a la rectitud de Dios? ¿Por ventura no te enseñó esto tu Señor de cuya pasión hablábamos ahora? ¿No representaba acaso tu flaqueza cuando dijo: ''Triste está mi alma hasta la muerte"? ¿Acaso no te figuraba en sí mismo cuando decía: "Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz?”. No son por cierto dos corazones y diversos el del Padre y el del Hijo, sino que en la forma de siervo llevó tu corazón para enseñarle con su ejemplo. Ve ya, supongamos que la tribulación ha hallado otro corazón tuyo deseoso de que pasase lo que le amenazaba, pero Dios no ha querido. Dios no se conforma con tu corazón y tú debes conformarte con el corazón de Dios. Oye su voz: "Mas no como yo quiero, sino como tú".

Fuente: Doctrina de vida espiritual, Tomo II, Emecé Editores, Buenos Aires, 1944, p. 181-187.


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viernes, 20 de marzo de 2009

Cuarto Domingo de Cuaresma - Ciclo B - 22 de Marzo de 2009

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 3, 14-21

Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios. Y el juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios.

Palabra del Señor

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Compartimos con ustedes las reflexiones de San Cirilo de Jerusalén:

Motivo de gloria para la Iglesia es cualquier acción de Cristo, pero entre todas sus acciones sobresale, sin duda, la cruz. Así lo afirma claramente san Pablo cuando dice: "Lejos de mí el gloriarme en otra cosa que en la cruz de Cristo". La cruz ha sido la que iluminó a cuantos estaban ciegos por la ignorancia, y la que soltó a cuantos estaban presos en sus pecados, y la que, finalmente, redimió a todos los hombres del mundo. Y no te cause admiración el que todo el mundo haya sido redimido, pues no era un puro hombre el que moría, sino el mismo Unigénito de Dios.

El pecado de un solo hombre, Adán, pudo acarrear la muerte a todo hombre. Si por la caída de uno solo, la muerte llegó a reinar en el mundo, ¿por qué no ha de imperar igualmente la vida por la justicia dé otro? Y si el fruto del árbol fue causa de la expulsión del paraíso para nuestros padres, ¿con cuánta mayor razón no han de ingresar de nuevo, por medio del leño de la cruz, los que crean en Jesús? Si el primer hombre, que fue formado del barro de la tierra, introdujo primera muerte para todos en el mundo, ¿cómo el que es la Vida misma, y el que hizo al hombre, no ha de poder traernos la vida?

No nos avergoncemos de la cruz del Salvador, antes bien, gloriémonos en ella. Porque el mismo vocablo de cruz, a los judíos les sirve de escándalo, a los gentiles de irrisión y a nosotros de salvación. Y ciertamente, para aquellos que se pierden es una locura, mas para los que se han de salvar es una fuerza de Dios. Porque no es un puro hombre el que por nosotros moría, sino el mismo Hijo de Dios. Y así como aquel cordero que mandó matar Moisés apartaba al ángel exterminador, así el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, con mucha más eficacia nos libra del pecado. Y si la sangre de una oveja, que es un animal irracional, podía traer la salvación, ¿la sangre del Unigénito de Dios no la habría de conseguir mejor?

Yo proclamo la cruz del Salvador, porque confieso su resurrección: si Cristo crucificado hubiese quedado en la cruz, quizá no me hubiese atrevido a confesar su crucifixión, y la hubiera ocultado juntamente con mi Maestro, mas como su resurrección siguió a su cruz, no me importa nada publicarla.

Fue crucificado revestido de la misma carne que nosotros, pero no con los mismos pecados. Tampoco fue la avaricia la que lo llevó a la muerte ya que él nada poseía; ni la incontinencia, porque él había enseñado que todo aquel que mira a una mujer con mal deseo ya pecó en su corazón. Tampoco fue condenado por arrogancia porque pegase a otro, porque él mismo presentó la otra mejilla al que lo abofeteó: Ni por haber despreciado la ley porque él era el primero en cumplirla. Ni por haber ultrajado a los Profetas porque él era el anunciado por ellos. Ni por lucro o por fraude porque él curaba a todos gratis.

¿Quieres todavía persuadirte mejor de que fue espontáneamente a su pasión? El ya había predicho su pasión: "He aquí que el Hijo del Hombre va a ser entregado para que le crucifiquen". ¿Sabes por qué el que tanto amaba a los hombres no huyó de la muerte? Para que el mundo entero no pereciera por sus pecados. "He aquí que subimos a Jerusalén y el Hijo del Hombre será entregado y crucificado". Y dice Lucas: "Tomó la resolución de subir a Jerusalén".

No dejó la vida como obligado, sino que la entregó voluntariamente. Oye lo que dice: "Tengo poder para entregar mi vida y para tomarla de nuevo". Así que se encaminó libremente a la pasión, gozoso de la gran obra, y alegrándose por el premio y por la salvación de los hombres que había de conseguir; y no se avergonzó de la cruz porque con ella daría la salvación al mundo. Y el que sufría no era un puro hombre sino el mismo Dios encarnado que iba a combatir por el premio de la obediencia.

Que la cruz no te sirva de alegría solamente en tiempo de paz; sino ten en ella la misma fe en tiempo de persecución; no sea que en tiempo de paz quieras ser amigo de Jesús, y en tiempo de guerra, enemigo.

Ahora recibes el perdón de los pecados y los dones magníficos del Espíritu Santo; cuando venga el momento de la pelea, acuérdate que debes luchar valientemente por tu Rey. Jesús, que no había pecado, fue crucificado por ti, ¿y tú no te crucificarás por aquél que quiso ser crucificado por ti? No eres tú quien demuestras primero el fervor, sino que, lo recibiste de él; y lo que haces es devolver simplemente la deuda a aquél que fue crucificado en el Gólgota.

Extendió las manos en la cruz para abarcar los confines de la tierra, ya que este Gólgota es el centro de la tierra. Y esto que yo digo no es cosa mía sino del Profeta: "Obró la salvación en “el medio de la tierra". Extendió sus manos, aquellas mismas con las que antes había creado el firmamento, y fueron clavadas con clavos para que cuando moría su humanidad, que se había cargado con los pecados de los hombres, el pecado muriese con ella, y nosotros pudiésemos resucitar en la justicia. Porque, según está escrito, la muerte entró por un hombre y la vida por otro; es decir, por un Salvador que aceptó voluntariamente la muerte según aquello de lo que supongo os acordáis: "Tengo poder de dejar mi vida y de tomarla de nuevo".

No te avergüences tú del crucificado, sino más bien di con confianza: El llevó nuestros pecados y sufrió por nosotros, consiguiendo de este modo nuestra curación; por lo tanto, no seamos desagradecidos. Y de nuevo: "Por los pecados de mi pueblo fue llevado a la muerte..." Y el mismo san Pablo dice: "Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, y fue sepultado y resucitó, según las mismas Escrituras".


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CM

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sábado, 7 de marzo de 2009

Segundo Domingo de Cuaresma - Ciclo B - 8 de Marzo de 2009

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 9, 2-10

En aquel tiempo:

Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, hablando con Jesús.

Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor.

Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: «Éste es mi Hijo muy querido, escuchadlo».

De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos.

Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría «resucitar de entre los muertos».

Palabra del Señor.

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En esta ocasión compartimos con ustedes las reflexiones de Fray Luis de Granada.

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Entre los principales pasos de la vida de nuestro Salvador, es muy señalado y muy devoto el de su gloriosa Transfiguración, cuando, tomando en su compañía tres discípulos suyos de los más amados y familiares, subió a un monte y, puesto allí en oración, como dice San Lucas, se transfiguró delante de ellos de tal manera, que su rostro resplandeció como el sol y sus vestiduras se pararon blancas como la nieve.

Considera, pues, aquí primeramente el artificio maravilloso de que el Señor usó para traernos a Sí. Vio Él que los hombres se movían más por los gustos de los bienes presentes que por las promesas de los advenideros, conforme a aquella sentencia del Sabio que dice: «Más vale ver lo que deseas, que desear lo que no sabes.»

Pues por esto después de haberles predicado muchas veces que su galardón sería grande en el Reino de los Cielos, y que estarían asentados sobre doce sillas, etc., ahora les dio a gustar una pequeña parte de este galardón, para que, mostrando al luchador el palio de la victoria, le hiciese cobrar nuevo aliento para el trabajo de la pelea.

Mas no mostró aquí la mejor parte de esta promesa, que es la gloria esencial de los bienaventurados, porque ésta sobrepuja todo sentido, sino sola una parte de la accidental, que es la claridad y hermosura de los cuerpos gloriosos; y esto con mucha razón, porque esta carne es la que nos impide este camino; ésta es la que nos aparta de la imitación de Cristo, y ésta la que nos estorba el llevar su Cruz; y por esto convenía que para despertarla y avivarla, le mostrasen la grandeza de esta gloria, para que así se esforzase más al trabajo de la carrera.

Por lo cual si desmayas oyendo que te mandan crucificar y mortificar tu carne, esfuérzate oyendo lo que dice el Apóstol: «Esperando estamos en Jesucristo nuestro Salvador, el cual reformará el cuerpo de nuestra humanidad, haciéndolo semejante al cuerpo de su gloriosa claridad».

Considera también cómo celebró el Señor esta tan gloriosa fiesta en un monte solitario y apartado, la cual pudiera Él muy bien, si quisiera, celebrar en cualquier valle o lugar público; para que entiendas que no suelen conseguir los hombres este beneficio de la transfiguración en lo público de los negocios del mundo, sino en la soledad del recogimiento; ni en el valle lodoso de los apetitos bestiales, sino en el monte de la mortificación, que es la victoria de las pasiones sensuales.

Pues en este monte solitario se ve Cristo transfigurado; en éste se ve la hermosura de Dios; en éste se reciben las arras del Espíritu Santo; en éste se da a probar una gota de aquel río que alegra la ciudad de Dios, y en éste, finalmente, se da la cata de aquel vino precioso que embriaga los moradores del Cielo. Precioso ¡Oh!, si una vez llegases a la cumbre de este monte, cuán de verdad dirías con el Apóstol San Pedro: «¡Bueno es, Señor, que estemos aquí!» Como si dijera: Troquemos, Señor, todo lo demás por este monte; troquemos todos los otros bienes y regalos del mundo por los bienes de este destierro.

Mas dice el Evangelista que no sabía Pedro lo que decía; para que entiendas cuánta es la grandeza de este deleite y cuánta la fuerza de este vino celestial, pues de tal manera roba los corazones de los hombres, que del todo los enajena y hace salir de sí, pues tan alienado estaba San Pedro, que no sabía lo que se decía, ni se acordaba de cosa humana, por la grandeza de la suavidad y gusto que aquí sentía. Ni quisiera él jamás apartarse de aquel suavísimo licor, por lo cual decía: «Señor, bueno es que nos estemos aquí. Si os parece, hagamos aquí tres moradas: una para Vos, y otra para Moisés, y otra para Elías.»

Pues si esto decía Pedro, no habiendo gustado más que una sola gota de aquel vino celestial, viviendo aún en este destierro y en cuerpo mortal, ¿qué hiciera si a boca llena bebiera de aquel impetuoso río de deleites que alegra la ciudad de Dios?

Si una sola migajuela de aquella masa celestial así lo hartó y enriqueció, que no deseaba más que la continuación y perseverancia de este bien, ¿qué hiciera si gozara de aquella abundantísima mesa de los que ven a Dios y gozan de Dios, cuyo pasto es el mismo Dios?

Pues por esta maravillosa obra entenderás que no es todo cruz y tormento la vida de los justos en este desierto, porque aquel piadoso Señor y Padre que tiene cargo de ellos, sabe a sus tiempos consolarlos, visitarlos y darles algunas veces en esta vida a probar las primicias de la otra, para que no caigan con la carga ni desmayen en la carrera.

Mira también cómo estando el Señor en oración fue de esta manera transfigurado; para que entiendas que en el ejercicio de la oración suelen muchas veces transfigurarse espiritualmente las almas devotas, recibiendo allí nuevo espíritu, nueva luz, nuevo aliento y nueva pureza de vida, y, finalmente, un corazón tan esforzado y tan otro que no parece que es el mismo que antes era, por haberlo Dios de esta manera mudado y transfigurado.

Y mira también lo que se trata en medio de estos tan grandes favores: que es de los trabajos que se han de padecer en Jerusalén; para que por aquí entiendas el fin para que hace nuestro Señor estas mercedes, y cuáles hayan de ser los propósitos y pensamientos que ha de concebir el siervo de Dios en este tiempo, los cuales han de ser determinaciones y deseos de padecer y poner la vida por aquel que tan dulce se le ha mostrado y tan digno es de que todo esto y mucho más se haga por Él. De manera que, cuando Dios estuviere comunicando al hombre sus dulzores, entonces ha de estar él pensando en los dolores que ha de padecer por Él, pues tales dádivas como éstas tal recompensa nos demandan.
(Fray Luis de Granada, Vida de Jesucristo, Ed. Rialp,S.A., Madrid, 1956, pp. 125-131)

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CM

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sábado, 7 de febrero de 2009

Quinto Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo B - 8 de Febrero de 2009

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 1, 29-39

En aquel tiempo:

Jesús salió de la sinagoga y fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron de inmediato. Él se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos.

Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados, y la ciudad entera se reunió delante de la puerta. Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían diversos males, y expulsó muchos demonios; pero a éstos no los dejaba hablar, porque sabían quién era él.

Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando.

Simón salió a buscarlo con sus compañeros, y cuando lo encontraron, le dijeron: «Todos te andan buscando».

Él les respondió: «Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido».

Y fue predicando en las sinagogas de toda la Galia y expulsando demonios.

Palabra del Señor.

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Reflexión:

Este domingo compartimos con ustedes la reflexión de San Jerónimo.

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La suegra de Simón estaba acostada con fiebre", ¡Ojalá venga y entre el Señor en nuestra casa y con un mandato suyo cure las fiebres de nuestros pecados! Porque todos nosotros tenemos fiebre. Tengo fiebre, por ejemplo cuando me dejo llevar por la ira. Existen tantas fiebres cómo vicios. Por ello, pidamos a los apóstoles que intercedan ante Jesús, para que venga a nosotros y nos tome de la mano, pues si él toma nuestra mano, la fiebre huye al instante. El es un médico egregio, el verdadero protomédico. Médico fue Moisés, médico Isaías, médicos todos los santos, mas éste es el protomédico. Sabe tocar sabiamente las venas y escrutar los secretos de las enfermedades. No toca el oído, no toca la frente, no toca ninguna otra parte del cuerpo, sino la mano. Tenía la fiebre, porque no poseía obras buenas. En primer lugar, por tanto, hay que sanar las obras, y luego quitar la fiebre. No puede huir la fiebre, si no son sanadas las obras. Cuando nuestra mano posee obras malas, yacemos en el lecho, sin podernos levantar, sin poder andar, pues estamos sumidos totalmente en la enfermedad.

Y acercándose a aquella, que estaba enferma... Ella misma no pudo levantarse, pues yacía en el lecho, y no pudo, por tanto, salirle al encuentro al que venía. Mas, este médico misericordioso acude él mismo junto al lecho; el que había llevado sobre sus hombros a la ovejita enferma, él mismo va junto al lecho. «Y acercándose... » Encima se acerca, y lo hace además para curarla. «Y acercándose... » Fíjate en lo que dice. Es como decir: hubieras debido salirme al encuentro, llegarte a la puerta, y recibirme, para que tu salud no fuera sólo obra de mi misericordia, sino también de tu voluntad. Pero, ya que te encuentras oprimida por la magnitud de las fiebres y no puedes levantarte, yo mismo vengo.

Y acercándose, la levantó. Ya que ella misma no podía levantarse, es tomada por el Señor. Y la levantó, tomándola de la mano. La tomó precisamente de la mano.

También Pedro, cuando peligraba en el mar y se hundía, fue cogido de la mano y levantado. «Y la levantó tomándola de la mano». Con su mano tomó el Señor la mano de ella. ¡Oh feliz amistad, oh hermosa caricia! La levantó tomándola de la mano: con su mano sanó la mano de ella.

Cogió su mano como un médico, le tomó el pulso, comprobó la magnitud de las fiebres, él mismo, que es médico y medicina al mismo tiempo. La toca Jesús y huye la fiebre. Que toque también nuestra mano, para que sean purificadas nuestras obras, que entre en nuestra casa: levantémonos por fin del lecho, no permanezcamos tumbados. Está Jesús de pie ante nuestro lecho, ¿y nosotros yacemos? Levantémonos y estemos de pie: es para nosotros una vergüenza que estemos acostados ante Jesús. Alguien podrá decir: ¿dónde está Jesús? Jesús está ahora aquí. «En medio de vosotros —dice el Evangelio— está uno a quien no conocéis». «El reino de Dios está entre vosotros. Creamos y veamos que Jesús está presente. Si no podemos tocar su mano, postrémonos a sus pies. Si no podemos llegar a su cabeza, al menos lavemos sus pies con nuestras lágrimas. Nuestra penitencia es ungüento del Salvador. Mira cuán grande es su misericordia. Nuestros pecados huelen, son podredumbre y, sin embargo, si hacemos penitencia por los pecados, si los lloramos, nuestros pútridos pecados se convierten en ungüento del Señor. Pidamos, por tanto al Señor que nos tome de la mano.

Y al instante —dice— la fiebre la dejó. Apenas la toma de la mano, huye la fiebre. Fijaos en lo que sigue. «Al instante la fiebre la dejó». Ten esperanza, pecador, con tal de que te levantes del lecho. Esto mismo ocurrió con el santo David, que había pecado, yaciendo en la cama con la mujer de Urías el hitita y sintiendo la fiebre Betsabé, del adulterio, después que el Señor le sanó, después que había dicho: «Ten piedad de mí, oh Dios por tu gran misericordia», así como: «Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí. «Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios mío... » Pues él había derramado la sangre de Urías, al haber ordenado derramarla. «Líbrame, dice, de la sangre, oh Dios, Dios mío, y un espíritu firme renueva dentro de mí». Fíjate en lo que dice: «renueva». Porque en el tiempo en que cometí el adulterio y perpetré el adulterio y perpetré el homicidio, el Espíritu Santo envejeció en mí. ¿Y qué más dice? «Lávame y quedaré más blanco que la nieve». Porque me has lavado con mis lágrimas. Mis lágrimas y mi penitencia han sido para mí como el bautismo. Fijaos, por tanto, de penitente en qué se convierte. Hizo penitencia y lloró, por ello fue purificado. ¿Qué sigue inmediatamente después? «Enseñaré a los inicuos tus caminos y los pecadores volverán a ti». De penitente se convirtió en maestro.

¿Por qué dije todo esto? Porque aquí está escrito: Y al instante la fiebre la dejó y se puso a servirles. No basta con que la fiebre la dejase, sino que se levanta para el servicio de Cristo. «Y se puso a servirles». Les servía con los pies, con las manos, corría de un sitio a otro, veneraba al que le había curado. Sirvamos también nosotros a Jesús. Él acoge con gusto nuestro servicio, aunque tengamos las manos manchadas: él se digna mirar lo que sanó, porque él mismo lo sanó. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

(San Jerónimo, Comentario al Evangelio de San Marcos, Ed. Ciudad Nueva, Madrid, 1988, Pág. 44-47)

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CM

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domingo, 1 de febrero de 2009

Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo B - 1 de Febrero de 2009

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 1, 21-28

Jesús entró en Cafarnaún, y cuando llegó el sábado, entró en la sinagoga y comenzó a enseñar. Todos se admiraban de lo que decía, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas.

Había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios».

Pero Jesús lo increpó, diciendo: «Cállate y sal de este hombre». El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre.

Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y éstos le obedecen!» Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea.

Palabra del Señor

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Reflexión

Este domingo transcribimos una reflexion del Siervo de Dios Juan Pablo II acerca de los milagros como signo del orden sobrenatural.

1. Hablando de los milagros realizados por Jesús durante su misión en la tierra, San Agustín, en un texto interesante, los interpreta como signos del poder y del amor salvífico y como estímulos para elevarse al reino de las cosas celestes.

"Los milagros que hizo Nuestro Señor Jesucristo —escribe— son obras divinas que enseñan a la mente humana a elevarse por encima de las cosas visibles, para comprender lo que Dios es" (Agustín, In Io. Ev. Tr., 24, 1 ).

2. A este pensamiento podemos referirnos al reafirmar la estrecha unión de los "milagros-signos" realizados por Jesús con la llamada a la fe. Efectivamente, tales milagros demostraban la existencia del orden sobrenatural, que es objeto de la fe. A quienes los observaban y, particularmente, a quienes en su persona los experimentaban, estos milagros les hacían constatar, casi con la mano, que el orden de la naturaleza no agota toda la realidad. El universo en el que vive el hombre no está encerrado solamente en el marco del orden de las cosas accesibles a los sentidos y al intelecto mismo condicionado por el conocimiento sensible. El milagro es "signo" de que este orden es superior por el "Poder de lo alto", y, por consiguiente, le está también sometido. Este "Poder de lo alto" (cf. Lc 24, 49), es decir, Dios mismo, está por encima del orden entero de la naturaleza. Este poder dirige el orden natural y, al mismo tiempo, da a conocer que —mediante este orden y por encima de él— el destino del hombre es el reino de Dios. Los milagros de Cristo son "signos" de este reino.

3. Sin embargo, los milagros no están en contraposición con las fuerzas y leyes de la naturaleza, sino que implican a solamente cierta "suspensión" experimentable de su función ordinaria, no su anulación. Es más, los milagros descritos en el Evangelio indican la existencia de un Poder que supera las fuerzas y las leyes de la naturaleza, pero que, al mismo tiempo, obra en la línea de las exigencias de la naturaleza misma, aunque por encima de su capacidad normal actual. ¿No es esto lo que sucede, por ejemplo, en toda curación milagrosa? La potencialidad de las fuerzas de la naturaleza es activada por la intervención divina, que la extiende más allá de la esfera de su posibilidad normal de acción. Esto no elimina ni frustra la causalidad que Dios ha comunicado a las cosas en la creación, ni viola las "leyes naturales" establecidas por Él mismo e inscritas en la estructura de lo creado, sino que exalta y, en cierto modo, ennoblece la capacidad del obrar o también del recibir los efectos de la operación del otro, como sucede precisamente en las curaciones descritas en el Evangelio.

4. La verdad sobre la creación es la verdad primera y fundamental de nuestra fe. Sin embargo, no es la única, ni la suprema. La fe nos enseña que la obra de la creación está encerrada en el ámbito de designio de Dios, que llega con su entendimiento mucho más allá de los límites de la creación misma. La creación —particularmente la criatura humana llamada a la existencia en el mundo visible— está abierta a un destino eterno, que ha sido revelado de manera plena en Jesucristo. También en Él la obra de la creación se encuentra completada por la obra de la salvación. Y la salvación significa una creación nueva (cf. 2 Cor 5, 17; Gál 6, 15), una "creación de nuevo", una creación a medida del designio originario del Creador, un restablecimiento de lo que Dios había hecho y que en la historia del hombre había sufrido el desconcierto y la "corrupción", como consecuencia del pecado.

Los milagros de Cristo entran en el proyecto de la "creación nueva" y están, pues, vinculados al orden de la salvación. Son "signos" salvíficos que llaman a la conversión y a la fe, y en esta línea, a la renovación del mundo sometido a la "corrupción" (cf. Rom 8, 19-21). No se detienen, por tanto, en el orden ontológico de la creación (creatio), al que también afectan y al que restauran, sino que entran en el orden soteriológico de la creación nueva (re-creatio totius universi), del cual son co-eficientes y del cual, como "signos", dan testimonio.


CM

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miércoles, 21 de enero de 2009

Tercer Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo B - 25 de Enero de 2009

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 1, 14-20

Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba el Evangelio de Dios, diciendo: «El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el Evangelio». Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que echaban las redes en el agua, porque eran pescadores. Jesús les dijo: «Seguidme y yo os haré pescadores de hombres». Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron. Y avanzando un poco, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en su barca, arreglando las redes. En seguida los llamó, y ellos, dejando en la barca a su padre Zebedeo con los jornaleros, lo siguieron.

Palabra del Señor.

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Reflexión

¿Cuantos de nosotros seríamos capaces de imitar a los primeros cuatro apóstoles? Si viniese un Profeta y dijese a al Gerente: deja los negocios; y al Profesor: baja de la tarima y arroja los libros; y al Obrero: devuelve tus herramientas que te daré otro trabajo; y al Rico: da todo lo que tienes pues conmigo adquirirás un tesoro incalculable, ¿cuántos lo seguiríamos con la misma espontaneidad de aquellos pescadores?
A todos los cristianos Dios nos ha dado una vocación, sin ningún merecimiento propio, pues todos nacemos a plena luz del Evangelio. Es por ello que nuestro primer llamado es a la santidad, esa es la vocación universal de todo cristiano. Santo Tomás nos enseña que "el auxilio de Dios mueve y excita la mente para que abandone el pecado". Por tanto, es evidente, que la santidad sólo se alcanza con el auxilio de Dios

Nuestro Señor nos llama a todos abandonar el estado de tibieza en que vivimos, sobre todo en nuestros tiempos. Quiere que demos buen ejemplo, que practiquemos el bien, y llevemos con paciencia nuestra cruz. ¿Cuál es el camino para alcanzar la santidad? El cardenal Gomá nos invita a admirar “la maravillosa transformación que produce el llamamiento de Cristo en los hombres. De simples pescadores hace Jesús, con una palabra, maestros de su doctrina, fundamentos de su Iglesia, pescadores de hombres. De esta transformación participamos todos: cada cual según la gracia de Dios. Unos son doctores, otros apóstoles, otros fieles, según la gracia multiforme de Dios. Pero la vocación al reino de Dios, cualquiera que sea el lugar a que se nos llame, nos hace siempre grandes”. Por tanto, lo que nos interesa es una obediencia pronta y total a Dios que nos llama, como la de los apóstoles en este pasaje del Evangelio.

La respuesta de los apóstoles es radical: lo dejan todo para seguir a Nuestro Señor. Así debemos hacerlo, a lo menos con el afecto: Bienaventurados los pobres de espíritu. Nadie puede ir rápidamente al cielo estando apegado a los bienes de la tierra. Además, ¿de que nos servirán los bienes materiales en la Patria Celestial? La radicalidad de los apóstoles es el testimonio que estamos llamados a dar.

¿Qué implicancias tiene dar testimonio? Juan Pablo II nos enseña que “Jesús asegura que las renuncias que exige la llamada a seguirlo obtienen su recompensa, un «tesoro en los cielos», o sea, una abundancia de bienes espirituales. Promete incluso la vida eterna en el futuro, y el ciento por uno en esta vida. Ese ciento por uno se refiere a una calidad de vida superior, a una felicidad más alta.”
La experiencia nos enseña que el seguimiento de Nuestro Señor, es una vida profundamente feliz. Sin embargo, el mismo Juan Pablo II escribe al respecto que “esa felicidad se mide en relación con la fidelidad al designio de Jesús, a pesar de que, según la alusión que hace Marcos en el mismo episodio a las persecuciones (cf. Mc 10, 10), el ciento por uno no elimina la necesidad de asociarse a la cruz de Cristo.”

¿Debemos tener alguna condición especial para recibir el llamado de Cristo, sea en el estado de vida que Nuestro Señor determine? No. Este es, como ya se dijo, un llamado universal. San Beda nos deja claro que el seguimiento de Nuestro Señor solo es posible con su gracia. Así el santo expresa que “pescadores e ignorantes, son enviados a predicar, para que se comprenda que la fe de los creyentes está en la virtud de Dios, y no en la elocuencia ni en la doctrina”.

CM

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sábado, 10 de enero de 2009

Solemnidad del Bautismo de Nuestro Señor - Ciclo B - 10 de Enero de 2009

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 1, 7-11

En aquel tiempo, Juan predicaba, diciendo: «Detrás de mí vendrá el que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera, soy digno de ponerme a sus pies para desatar la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con el Espíritu Santo». En aquellos días, Jesús llegó desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y al salir del agua, vio que los cielos se abrían y que el Espíritu Santo descendía sobre él como una paloma; y una voz desde el cielo dijo: «Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección».

Palabra del Señor.

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¿Qué significa el misterio que nos presenta el Evangelio de esta solemnidad? ¿Cómo es posible que la segunda persona de la Santísima Trinidad se adelante de entre la muchedumbre agolpada a orillas del Jordán, pidiendo el bautismo de la remisión de los pecados? ¡Con razón tiembla la mano del Bautista ante tal escena!

Dom Columba Marmion nos muestra como el Verbo encarnado cumple su doble misión: “la de Hijo de Dios y la de Cabeza de una raza pecadora, cuya naturaleza ha asumido y a la cual tiene que rescatar”. San Pablo nos enseña que Nuestro Señor al poseer la naturaleza divina, no creyó cometer injusticia alguna, declarándose igual a Dios en perfección. Sin embargo por nuestra salvación, descendió hasta los abismos de la flaqueza, de ahí que su Padre le ensalzara. En este sentido podemos decir que, si Cristo entra en los cielos, es para mostrarnos el camino.

Bautizado Jesús, salió a la orilla del río, cuando de pronto se rasgan los cielos y se ve bajar al Espíritu Santo en figura de paloma, que venía a posarse sobre Él, dejándose oír de arriba: «Éste es mi Hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias». Nuestro Señor se rebaja hasta confundirse con los pecadores e inmediatamente el cielo se abre para ensalzarle; pide un bautismo de penitencia y de reconciliación y al instante el Espíritu Santo reposa sobre Él con toda la plenitud de los dones de su gracia.

San Beda nos dice que “el hecho de ver bajar al Espíritu Santo sobre el bautismo, es señal de la gracia espiritual que en el bautismo se nos confiere”. San Jerónimo describe muy bien este misterio: “En sentido místico, huyendo nosotros de la inconstancia del mundo y atraídos por la fragancia y pureza de las virtudes, corremos con las almas santas detrás del esposo, y por la gracia del perdón somos purificados con el sacramento del bautismo en las fuentes del amor de Dios y del prójimo, y ascendiendo por la esperanza contemplamos los secretos celestiales con los ojos de un corazón puro”.

Ahora bien, el Verbo encarnado, no realizará esta redención sino hasta hacerse solidario de todos nuestros pecados. Si toma sobre sí, en un acto eterno, nuestras injusticias, tomará también el castigo que ellas se merecerían, sobre Él caerán, cual lluvia torrencial, los dolores y humillaciones. Cuando meditemos esta profunda palabra de Nuestro Señor, humillémonos con Él; reconozcamos nuestra condición de pecadores y, ante todo, renovemos el acto de renuncia al pecado que hiciéramos el día de nuestro bautismo. Renovemos con frecuencia nuestros actos de renuncia al pecado, pues, como ya sabemos, el carácter del bautizado se distingue por ser un sello indeleble en el fondo de nuestra alma, y cuando reiteramos las promesas bautismales, deriva de la gracia bautismal una nueva virtud para fortalecer nuestro poder de resistir a todo aquello que nos arrastra al pecado; sólo así podremos conservar en nosotros la vida de gracia. En este sentido podemos dar a Nuestro Señor una prueba de vivo agradecimiento por haberse encargado Él de librarnos de nuestras cargas.

Bajo las manos del Bautista se inclina la cabeza que temen y adoran las Potestades, dice San Bernardo; ¿qué extraño que tiemble el Bautista? ¡Cuán alta estará en el juicio la cabeza que ahora se reclina y la frente que ahora aparece tan humilde, cuán sublime y excelsa se presentará! Imitemos la humildad de Jesús, para que entonces no nos confunda su poder. No nos resistamos al Espíritu Santo que quiere apoderarse de nuestra vida; dejémonos abrasar por el fuego de la caridad, es la única manera de renovarnos interiormente: «Enviarás a tu Espíritu, y serán creadas todas las cosas, y renovarás la faz de la tierra» (Ps. 103, 30). Todos los demás factores humanos no son capaces de cambiarnos ante Dios. Toda la ciencia de la santidad estriba en desnudarnos del hombre y vestirnos de Dios: «Vestíos de nuestro Señor Jesucristo», dice el Apóstol (Rom. 13, 14).



CM

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