sábado, 7 de marzo de 2009

Segundo Domingo de Cuaresma - Ciclo B - 8 de Marzo de 2009

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 9, 2-10

En aquel tiempo:

Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, hablando con Jesús.

Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor.

Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: «Éste es mi Hijo muy querido, escuchadlo».

De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos.

Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría «resucitar de entre los muertos».

Palabra del Señor.

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En esta ocasión compartimos con ustedes las reflexiones de Fray Luis de Granada.

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Entre los principales pasos de la vida de nuestro Salvador, es muy señalado y muy devoto el de su gloriosa Transfiguración, cuando, tomando en su compañía tres discípulos suyos de los más amados y familiares, subió a un monte y, puesto allí en oración, como dice San Lucas, se transfiguró delante de ellos de tal manera, que su rostro resplandeció como el sol y sus vestiduras se pararon blancas como la nieve.

Considera, pues, aquí primeramente el artificio maravilloso de que el Señor usó para traernos a Sí. Vio Él que los hombres se movían más por los gustos de los bienes presentes que por las promesas de los advenideros, conforme a aquella sentencia del Sabio que dice: «Más vale ver lo que deseas, que desear lo que no sabes.»

Pues por esto después de haberles predicado muchas veces que su galardón sería grande en el Reino de los Cielos, y que estarían asentados sobre doce sillas, etc., ahora les dio a gustar una pequeña parte de este galardón, para que, mostrando al luchador el palio de la victoria, le hiciese cobrar nuevo aliento para el trabajo de la pelea.

Mas no mostró aquí la mejor parte de esta promesa, que es la gloria esencial de los bienaventurados, porque ésta sobrepuja todo sentido, sino sola una parte de la accidental, que es la claridad y hermosura de los cuerpos gloriosos; y esto con mucha razón, porque esta carne es la que nos impide este camino; ésta es la que nos aparta de la imitación de Cristo, y ésta la que nos estorba el llevar su Cruz; y por esto convenía que para despertarla y avivarla, le mostrasen la grandeza de esta gloria, para que así se esforzase más al trabajo de la carrera.

Por lo cual si desmayas oyendo que te mandan crucificar y mortificar tu carne, esfuérzate oyendo lo que dice el Apóstol: «Esperando estamos en Jesucristo nuestro Salvador, el cual reformará el cuerpo de nuestra humanidad, haciéndolo semejante al cuerpo de su gloriosa claridad».

Considera también cómo celebró el Señor esta tan gloriosa fiesta en un monte solitario y apartado, la cual pudiera Él muy bien, si quisiera, celebrar en cualquier valle o lugar público; para que entiendas que no suelen conseguir los hombres este beneficio de la transfiguración en lo público de los negocios del mundo, sino en la soledad del recogimiento; ni en el valle lodoso de los apetitos bestiales, sino en el monte de la mortificación, que es la victoria de las pasiones sensuales.

Pues en este monte solitario se ve Cristo transfigurado; en éste se ve la hermosura de Dios; en éste se reciben las arras del Espíritu Santo; en éste se da a probar una gota de aquel río que alegra la ciudad de Dios, y en éste, finalmente, se da la cata de aquel vino precioso que embriaga los moradores del Cielo. Precioso ¡Oh!, si una vez llegases a la cumbre de este monte, cuán de verdad dirías con el Apóstol San Pedro: «¡Bueno es, Señor, que estemos aquí!» Como si dijera: Troquemos, Señor, todo lo demás por este monte; troquemos todos los otros bienes y regalos del mundo por los bienes de este destierro.

Mas dice el Evangelista que no sabía Pedro lo que decía; para que entiendas cuánta es la grandeza de este deleite y cuánta la fuerza de este vino celestial, pues de tal manera roba los corazones de los hombres, que del todo los enajena y hace salir de sí, pues tan alienado estaba San Pedro, que no sabía lo que se decía, ni se acordaba de cosa humana, por la grandeza de la suavidad y gusto que aquí sentía. Ni quisiera él jamás apartarse de aquel suavísimo licor, por lo cual decía: «Señor, bueno es que nos estemos aquí. Si os parece, hagamos aquí tres moradas: una para Vos, y otra para Moisés, y otra para Elías.»

Pues si esto decía Pedro, no habiendo gustado más que una sola gota de aquel vino celestial, viviendo aún en este destierro y en cuerpo mortal, ¿qué hiciera si a boca llena bebiera de aquel impetuoso río de deleites que alegra la ciudad de Dios?

Si una sola migajuela de aquella masa celestial así lo hartó y enriqueció, que no deseaba más que la continuación y perseverancia de este bien, ¿qué hiciera si gozara de aquella abundantísima mesa de los que ven a Dios y gozan de Dios, cuyo pasto es el mismo Dios?

Pues por esta maravillosa obra entenderás que no es todo cruz y tormento la vida de los justos en este desierto, porque aquel piadoso Señor y Padre que tiene cargo de ellos, sabe a sus tiempos consolarlos, visitarlos y darles algunas veces en esta vida a probar las primicias de la otra, para que no caigan con la carga ni desmayen en la carrera.

Mira también cómo estando el Señor en oración fue de esta manera transfigurado; para que entiendas que en el ejercicio de la oración suelen muchas veces transfigurarse espiritualmente las almas devotas, recibiendo allí nuevo espíritu, nueva luz, nuevo aliento y nueva pureza de vida, y, finalmente, un corazón tan esforzado y tan otro que no parece que es el mismo que antes era, por haberlo Dios de esta manera mudado y transfigurado.

Y mira también lo que se trata en medio de estos tan grandes favores: que es de los trabajos que se han de padecer en Jerusalén; para que por aquí entiendas el fin para que hace nuestro Señor estas mercedes, y cuáles hayan de ser los propósitos y pensamientos que ha de concebir el siervo de Dios en este tiempo, los cuales han de ser determinaciones y deseos de padecer y poner la vida por aquel que tan dulce se le ha mostrado y tan digno es de que todo esto y mucho más se haga por Él. De manera que, cuando Dios estuviere comunicando al hombre sus dulzores, entonces ha de estar él pensando en los dolores que ha de padecer por Él, pues tales dádivas como éstas tal recompensa nos demandan.
(Fray Luis de Granada, Vida de Jesucristo, Ed. Rialp,S.A., Madrid, 1956, pp. 125-131)

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CM

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